En la casa de la abuela la cocina era sagrada,
para ella era un santuario que nadie más habitaba.
Pero ya en el comedor todo se volvía una fiesta,
tan sabroso degustar los platillos de la abuela.
Cuánta historia que contar de esa miles de cocinas,
cuánto ellas guardarán de secretos en familia.
Las del pueblo son tan lindas con olor de los guisantes,
de cebollas y de chiles y también de los picantes.
Ahí, las hijas se reúnen y se cuentan sus historias,
aprendiendo a cocinar al lado de su mentora.
Cada chisme y cada cosa que si el hombre la engañó,
que la chacha de la esquina se metió con el patrón.
Más de una ahí se atreve a contar sus problemillas
qué los niños, qué el marido, entre tacos de carnitas.
Y no faltan los pasteles, las recetas más secretas,
los buñuelos y tortillas, aprender a hacer galletas.
Lo curioso es que ahí acaba siendo el centro de reunión,
los maridos y los hijos se juntan en comunión.
Que agradables los olores que vienen de la comida
que con amor se prepara en tanta y tanta cocina.
Al traer a mi recuerdo la cocina de mi infancia,
mi corazón se emociona y me envuelve la nostalgia.
Nunca faltaba la amiga que te viniera a contar,
entre probada y probada que le andaba yendo mal.
Cuántas comidas vividas con la familia y amigos,
el recuerdo de guisados que fueron mis preferidos:
El mole que hacia mamá, los lomos con rico adobo,
y ese flan napolitano a baño maría en el horno.
Cómo podría yo olvidar los sábados muy temprano
los sabrosos chilaquiles qué comí con mis hermanos.
Qué gozo y qué gran placer se disfruta en las comidas,
¡cuánto hay para contar de historias en la cocina!
Aurora Orozco